Dos
estudiantes de Bellas Artes cuentan las razones por las que a día de hoy creer
el poder de la imaginación no es ninguna locura
El
olor a tabaco y a pincel mojado impregnan la habitación oscura. París a lo
lejos y un reflejo de La Condición Humana de Magritte hacen el resto. Me
encuentro en una corrala de la Calle de Los Artistas de Madrid , escapando de
toda civilización, buscando algo más. He quedado aquí con dos estudiantes de
segundo de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. El té se
enfría. Dos vidas manchadas de color llamarán a la puerta en pocos minutos. Eduardo
Morales y Mari Carmen Molina tienen entre los pinceles algo que contar.
Ambos
sienten el arte de una manera especial. Conscientes de la grave crisis que
atraviesa a día de hoy la creación y el creador, aseguran con la mirada
desafiante estar en lugar correcto, fruto de los más grandes artistas de la
historia de la humanidad. Por eso, porque para poder contar estas cosas es
necesario vivirlas primero, decidimos que este no es el lugar más apropiado.
Dejan el cigarrillo a medias y la taza
de té sin beber. Juntos cogemos el metro en dirección Ciudad Universitaria. Al
fin y al cabo no dejamos de estar en Madrid.
Todo empezó
en la semana cultural de su colegio. Con apenas seis años, Mari Carmen Molina visitó el Escorial y vio una representación teatral de Cristóbal Colón.
Entonces supo que quería ser artista, o al menos intentarlo. A su lado, Eduardo
Morales, recuerda una visita guiada al Museo Thyssen con prácticamente la misma
edad. Entonces, su profesora enseñó a
los alumnos su cuadro favorito: un Rothko que en ese momento no fue más que una
insignificante mancha de color que no
logró entender. Una mancha de color que a fuerza de observación, libros y
brochazos ha aprendido a amar. “Mirar un Rothko es como mirar al mar. La
pintura te invade hasta quitarte el aliento”, dice entusiasmado.
Salimos
de la estación de metro. La fachada que alberga su facultad, anteriormente
situada en la calle Sevilla, fue trasladada por Franco en 1960 a la avenida
Greco, convirtiéndose así en una
universidad más; camuflada entre ciencias exactas; un poco difícil de
encontrar. Tras un paseo de diez minutos por fin llegamos a nuestro destino. Al
entrar a este edificio abandonado y
solitario, inspirado – o eso dicen- en las bases arquitectónicas del Parlamento
de Berlín, una Victoria de Samotracia traída por Velázquez desde tierras
romanas nos saluda, como si nos quisiera decir que estos muros albergan algo
especial, distinto, bello. Paredes ruinosas, que en su día fueron blancas y que
con el paso del tiempo los alumnos han convertido en lienzos, dan forma y vida a la actual Escuela de Bellas
Artes de San Fernando, en la que artistas de la talla de Dalí, Buñuel, Goya o
Picasso vieron su suerte y talento crecer.
Por
estos pasillos, se pasean día a día cientos de jóvenes que, al igual que Eduardo
y Mari Carmen, tienen un sueño por el que luchar: vivir por amor al arte, y
nunca mejor dicho. ¿Pero dónde nace y muere todo esto? “A los tres años ella ya
estaba a mi lado para mancharse con mis pinceles y témperas”, dice la madre de
la chica entre risas.” Por el contrario, su padre, que la llevaba a museos todos los domingos hubiese
preferido que jugase al ajedrez”, añade. Y es que para ella, nieta de un
cartero que rechazó a la sobrina del mismísimo Picasso, el estar aquí hoy por
hoy, andando entre barro y acuarela, es una verdad que siempre ha estado
latente. Latente pero escondida, como lo están las cosas que no son fáciles de
afrontar. Eduardo cuenta que desde muy pequeño han sido muchos los que se han
referido a él como alguien creativo y de una sensibilidad especial. “Pero esto
es algo genético, mi madre también es muy creativa”, comenta mientras
recorremos los largos, anchos y coloridos pasillos que dan forma a la escuela.
Nos
sentamos en unas mesas de madera vieja, situadas a un lado del pasillo. Frente
a nosotros, y pese al frío de una tarde de enero, los rayos de sol del mediodía
atraviesan unas enormes cristaleras. A nuestro lado, otros dos jóvenes dan los
últimos retoques a un trabajo de pintura. Aquí huele distinto, las taquillas
están rotas y las paredes desconchadas. Pese a todo se respira una inmensa paz.
Hablan de la carrera, de qué quieren y qué esperan. Ambos coinciden en que para
poder transmitir emociones a partir de una obra, primero han de entender el
arte, ese ente complejo e indefinible que ha estado omnipresente en la sociedad
desde la prehistoria. Y quizás es ese el
motivo por el que eligieron mancharse las manos en lugar de hincar codos
delante un libro de mil páginas. Aseguran estar en lugar correcto, lo aprecian
tal y cómo es. Eso sí, no se consideran valorados por el resto de
universitarios: “Es cierto que no tienes que sentarte frente un temario
infinito para aprenderte la Constitución, pero te exige muchísimo , ya que el pilar
fundamental es la creatividad. Todo el mundo dice qué bonito pero nadie qué
duro”, protestan al unísono. No obstante, mientras Eduardo confiesa que lo
máximo que espera de sus cuatros años en estas viejas aulas es llegar a ser un
mero observador del arte, Mari Carmen dice anhelar luz y oscuridad, no sabe ni
el cómo ni el cuándo, ni cómo alcanzará esa meta, ese poder vivir siendo e
la artista en la que, poco a poco, está
convirtiéndose.
“Todo el mundo dice que bonito pero
nadie qué duro”
Y
es que la sombra de un futuro incierto amenaza sobre estos estudiantes tal vez un
poco más que al resto: el arte como tal, se encuentra sumido actualmente en una
profunda crisis. No solo el monstruo de los recortes en cultura acecha, sino
que a día de hoy, el arte contemporáneo ha sobrepasado sus límites, de manera
que todo parece estar inventado: “El arte es una emoción, no tiene porqué
cumplir una función. Ahora se hace arte para reflexionar, reduciendo cualquier
obra a una simple reivindicación más”, comentan enfadados. Ven las obras
contemporáneas de esta nueva era como
una simple provocación, que intenta sin éxito sobrepasar sus propios límites. Según
ellos lo único que avanza – no se sabe muy bien en qué dirección- es el
mensaje y el formato, qué hacer para
llegar al espectador y que éste se plantee ciertas cosas, utilizando como vía
una acción que, a veces, es efímera. Además consideran el exponer en una
galería un ejercicio demasiado fácil, y se quejan de que incluso mostrar tus
obras al público en cualquier bar olvidado desemboca, en la mayoría de los casos, en una pérdida de tiempo y dinero. Aún
así, si hoy por hoy se encuentran sentados alrededor de esta mesa es por algo:
todavía quedan cosas que inventar. “El arte es tú y tus circunstancias. Cada
época es distinta a la anterior y reclama una forma de expresión concreta”,
explica Eduardo mientras apura el último sorbo de su vaso de café.
“El arte es tú y tus
circunstancias”
Por
eso, porque ven en el arte una canalización de un sentimiento capaz de hacer
nacer en el espectador una emoción, creen en la existencia un arte eterno, que
vuela como el albatros de Baudelaire por encima de crisis morales y económicas.
“Los buenos artistas existen, escondidos tal vez, pero existen”, asegura
Eduardo. Será el paso de los siglos el que los convierta en leyendas. Pero no
nos asustemos. Esto es algo que ha
ocurrido siempre, sean cuales sean las
estructuras que configuran una sociedad. Aún así estos dos estudiantes
coinciden en que corren malos tiempos para la creatividad y la imaginación,
para dejar al alma escapar de las barreras de un cuerpo oprimido por las
convencionalidades.
Se empeñan
en matar sin recelo la imaginación de los niños. ¿De qué tienen miedo? Tal vez
el olor a pintura y arcilla es algo que tiene que sobrepasar los escombros de esta facultad. ¿Dónde están los artistas
de la Generación Perdida de siglo XXI? De pozos más profundos hemos salido.
“Hacia el año 1898 un grupo de artistas en intelectuales de la talla de Azorín
fundaron la Institución Libre de Enseñanza y a través de su creación hicieron
que España avanzase hacia el futuro. No sé si dentro o fuera de nuestra
Universidad, pero estoy seguro de que algún día aparecerán”, sentencia Eduardo.